Otra de las
problemáticas de la educación actual es la creencia fuertemente arraigada de
que la excelencia educativa tiene que ver con la memorización de datos, fechas
y conceptos más que con la capacidad de utilizar los conocimientos adquiridos
para aplicarlos en la resolución de problemas reales. Todavía son muchos los
que están convencidos de que la letra con sangre entra y, por ese motivo,
relacionan el estudio con el esfuerzo y el sufrimiento y no con el esfuerzo y
el gozo.
Los
sistemas de evaluación de muchos de nuestros centros educativos premian a los
alumnos que son capaces de recitar lo que el docente les ha enseñado, cuando lo
que debería premiarse es la capacidad de aprender de manera autónoma, la
capacidad de producir el propio aprendizaje. Así nuestras escuelas son lugares
donde se va a aprobar y no a aprender. Todo esto se ve agravado por la
importancia y el valor que se le otorga a las pruebas estandarizadas tipo PISA,
que lleva a plantear la mejora de los resultados en esas pruebas como el
principal objetivo de las políticas educativas.
También es
un problema la creencia de que la escuela es solo un lugar de alfabetización.
Puede que en siglos pasados esto fuera así, pero en la sociedad de la
información no tiene ningún sentido. La escuela debe trabajar con datos, pero
también con valores; debe enseñar a resolver ecuaciones, pero también
conflictos de convivencia; debe enseñar a hacer, pero también debe enseñar a
ser. Además, hay múltiple estudios que demuestran que para que el aprendizaje
sea significativo debe estar relacionado con la emoción, con la capacidad de
satisfacer la curiosidad de los alumnos, con la alegría de aprender.
Todo esto
tiene que ver con la arquitectura de los centros escolares, que están diseñados
para el control y la disciplina y no para el aprendizaje. Derribar paredes y
abrir las puertas de nuestras aulas no es una necesidad, es una obligación para
poder educar en los valores y las destrezas necesarios para sobrevivir en la
sociedad de la incertidumbre.